top of page

Máscaras y familia interior.

  • Foto del escritor: Treya
    Treya
  • 11 mar 2018
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 19 mar 2021



"Máscaras africanas" (Oleo de P. Rúa Calvo)


"Máscaras africanas" (Oleo de P. Rúa Calvo)

¿Para que recorrer un camino hacia uno mismo, cuando es tan doloroso?.- me preguntó alguien una vez-.

Lo recuerdo a menudo, pues yo misma me he hecho esa pregunta miles de veces.

La ignorancia sobre uno mismo, hace que repitamos patrones en la vida. Es obvio que si esto ocurre, algo sucede en mi.

Pero hago culpable al mundo, a la sociedad, a mi familia, a mi pareja,al otro...

Es más cómodo. Me absuelve de alguna manera, me consuela, permite sobrevivir a mis defensas aprendidas, ahorrar esfuerzo.

Defenderme de un dolor desconocido al que temo, diferente al que ahora siento, al que ya estoy acostumbrada y no me sorprende. Al miedo inconsciente a verme, a saberme, a sentirme en lo más profundo.

"Nadie me entiende, no valgo, no puedo, nadie me acepta como soy, nadie me quiere, nadie..."

Autoengaños dolorosos que construyen murallas de uno mismo consigo mismo, y de uno mismo, con el entorno.

Y al mismo tiempo, como muralla que es, nos defiende del dolor de hacernos conscientes y responsables de nuestra propia vida.

"El mundo es complicado, doloroso, dañino, rompe mi corazón, me hace sentir frágil, pequeño, prescindible...nadie."

Y lucho para hacerme ver, para ser amado, considerado, para encontrar un sentido a mi vida, un sitio donde colocarme entre este inmenso y eterno carnaval.

Para ello necesito ponerme máscaras. Muchas. Tengo una para cada ocasión.

Me pongo la de responsable cuando voy a una entrevista de trabajo.

La de payaso, la divertida, o sexy, o atenta, la de "mira que guay que soy", "mira cuanto sé", "mira como brillo", cuando voy de fiesta o conozco a alguien nuevo.

La de rígido, comprensivo, la de "porque yo lo digo" o la "soy tu mayor colega" con mis hijos.

La de compasivo o dulce, o tirano o indiferente, o cabrón o seductor, según la, o las personas, que en ese momento tengo enfrente.

Creo e interpreto mis personajes con tal soltura y costumbre que en algún momento de mi vida me pregunto quien soy yo de verdad. La gran pregunta existencial.

Quien soy y que hago aquí.

Me doy cuenta de que no lo se, e intento de a poquito, ir observando todas esas máscaras, conociendo mis múltiples personalidades, todas esas personas que viven en mi.

Una de ellas piensa, una siente, una hace. A veces hace lo contrario que siente, o siente lo contrario que dice o dice lo contrario que siente.

Otra juzga todo ello.

Otra me castiga o es autoindulgente, o mira para otro lado, o busca culpables y responsabilidades externas, con tal de no afrontar, de no sufrir.

Otra busca nuevas máscaras para protegerse de nuevos sentimientos, dolores, frustraciones...

Tengo la que no tiene ojos; esta me permite no ver lo evidente. Y si no veo, no me ves. Como un bebe que se tapa los ojos para esconderse. Cucú- Tas tas.

Tenemos una, muy muy vieja, la mas antigua de todas, que creamos en la infancia.

La fuimos perfeccionando durante años, durante toda nuestra vida, aún estamos en ello.

Esta máscara es la más adherida a la piel, busca con sus patrones y condicionamientos aprendidos, sobrevivir y no caerse en pedazos. Es vieja; demasiado. Está gastada, ajada, rota.

Pero no podemos renunciar a ella, no permitimos que se caiga, no queremos deshacernos de ella. La creemos útil, y ciertamente lo ha sido. Quizás aún lo sea.

Imprescindible desde un primer momento para salvaguardar nuestra vida. Para agradar a mis padres, a mis amigos, a mi mismo. Para ser amado, para ser atendido, visto, aceptado...

Un día descubres que esa máscara no eres tu. Tampoco las otras máscaras lo son.

Sientes que eres algo más tras todo eso, algo que no quiere jugar a disfrazarse, pero que no sabe ser. No sabe mostrarse, pues no recuerda ya lo que es, ni como se hace.

Apenas podemos vislumbrarla nosotros mismos.

Y surgen de nuevo esos miedos conocidos, miedos que inducen a excusas, justificaciones.

Falsas creencias que nos vendemos sobre nosotros, sobre el otro, sobre el mundo.

El padre interno luchando por dominar la situación, juzgando, imponiendo razón y protección.

No permitiendo que nuestro niño interno "Sea", exteriorice, viva libre en mí.

Castigándole a un rincón del recuerdo donde no estorbe, donde no oír sus pataletas.

Vergüenza ajena, que no observo como propia, de ese pequeño que vive en mi. No vaya a hacer el ridículo, no me vayan a juzgar como irresponsable, o infantil, tonto, ñoño.

No. No está bien visto, no encaja, no toca ahora. No será aceptado, ni amado, ni reconocido.

Alguna vez fue. Y se mostró tal cual era, tierno, niño, egoísta, sincero, enfadado, necesitado de amor. Y le hirieron, no le creyeron, le ignoraron, le dañaron, le riñeron, le gritaron, abusaron de su inocencia, le dieron roles que no podía ni sabía asumir, le castigaron o traicionaron.

Y el padre interior, salió en su defensa, de la mejor manera que creyó posible. Aislándolo del dolor del mundo, recluyéndolo.

A veces causando y proyectando todo ese dolor en otros, de manera inconsciente la mayoría de las veces, en un intento de comprender, de autoafirmarse, y convencerse, de que lo menos doloroso es aislar la propia necesidad e inocencia.

El niño protesta, se resiste a ser confinado, intentando una y otra vez confiar, sobreexistir, en su búsqueda de amor y de aceptación, propia y del clan.

Hasta que el padre, agotado por su propio dolor, decide imponer su protección, y consigue llevar al niño a un lugar lejano, confinado al fin, donde le salvará de todo ello en el futuro. Recluido. A salvo.

Olvidándolo en el tiempo, y reemplazando con mascaras esa soledad, disfrazando con ellas su dolor.

Y nuestra parte femenina, nuestra energía de madre interna, quiere consolar a ese niño, rescatarlo, y decirle...

-Está bien como eres cariño, eres amado y aceptado, tienes tu lugar en esta vida, en este ser que somos. Eres perfecto tal cual eres. Te amo.

Pero el padre se impone, retira a la madre bruscamente, tachándola de temeraria., de pusilánime, de loca.

La libertad del niño y de la madre le dan terror. La vulnerabilidad ante el mundo les traerá sufrimiento.

Sufrimientos nuevos, ante nuevas situaciones, nuevos retos, nuevas o antiguas relaciones, que escapan de su control.

Inconsciente del inmenso dolor que se está infringiendo, en su intento de protección desesperada.

Cautivos, apartados, recluidos en lo que el padre cree su salvación, madre y niño habitan una jaula de oro, donde permanecer a salvo.

En una separación dolorosa y determinada por el miedo y por el juicio; también por su amor de padre.

Una familia rota dentro de cada uno de nosotros.

Y aún nos preguntamos...¿ cómo es que siento dolor.? Estamos a salvo, debería ser feliz.

La incoherencia y no aceptación de nuestros tres amores internos, nos separan de nosotros mismos.

Y sin nosotros mismos, solo hay un vacío doloroso.

Mucho más doloroso que mirar de frente las lágrimas de nuestro niño, las de la madre que nos mira compasiva y amorosa. Para después, mirar de frente todas esas máscaras coleccionables, con las que intento disfrazar el dolor de mi propia separación.

Esa es mi respuesta a la pregunta que me hicieron ese día, y la que yo misma me hago aún a veces.

Decido y elijo caminar por esta senda, pese al miedo, pese al dolor. Donde inevitablemente, a veces es de noche y me topo con mis propios monstruos y demonios, que encuentro horribles y me asustan, me dan miedo. De nuevo el padre aparece y juzga lo que ve, el peligro, el posible dolor, e impone la reserva y protección, cogiendo a su familia y huyendo.

Más con cada llegada del alba, el padre, agotado, duerme, descansa, y el niño se acerca a esos monstruos, los mira, le miran, y en su miradas solo hay amor.

Madre y niño se acercan poco a poco, con cautela. Con el miedo inducido por el padre.

Pero se sorprenden más, cuanto más se acercan. No son tan horribles ni tan fieros como el padre les juzga, solo quieren ser vistos, aceptados tal cual son, y conseguir que seamos amigos, no ser rechazados, convertirse en aliados y mostrarme porqué están aquí.

En sus ojos se refleja que solo entonces, encontrarán la paz, y dejarán de perseguirme.

Ya habrán cumplido su función.

Podrán acompañarme dulcemente, quizás prefieran quedarse en ese punto del camino.

No importa; he aprendido que huir de ellos es agotador, y que acercarme a mirar sus ojos, solo puedo hacerlo desde la mirada inocente del niño, desde la mirada compasiva y acogedora de la madre, mientras el padre duerme.

Quizás cuando despierte, descubra su erróneo juicio, al ver amor y sonrisas en su parte vulnerable, y en las sombras. Quizás se relaje y se una a la fiesta.

El hacerme consciente de esa familia rota dentro de mí, me lleva a la libertad de poder elegir si le presto atención, si quiero escuchar y atender a cada una de sus voces, si les libero y les dejo vivir en mí, sin huir. Mirando de frente, sin miedos, o con ellos, cada ángel o demonio que aparezca.

Quizás entonces no necesite máscaras inútiles. Y las que me queden, esas tan indestructibles y pegadas a la piel, no sean un estorbo, sino la aceptación de un carácter y personalidad, que el niño disfruta, la madre ama y el padre acepta y permite, pese al miedo.

Y sé que, aunque recorra lentamente mi camino, aunque a veces desfallezca, caiga y tropiece por la noche, podré levantarme tras permitirme descansar.

Pues tras la noche, siempre, siempre, llega el alba, y me reconoceré de nuevo en mi familia interna, también en mis nuevos amigos, ya no tan monstruosos, y seguiremos caminando por la única senda posible, la que nos llevará hacia la propia libertad.


Máscaras

Treya González.

Comments


© 2017 by Treya González. Proudly created by Wix.com

bottom of page